Sardinas en botella. Por Dr. Antonio Llaca.

El “Mercato”, el gran mercado de Addis Ababa, la capital etíope, era el sitio emblemático. A pesar de la guerra había de todo y se podía adquirir desde un alfiler hasta un camello (quizás rememorando el pasaje bíblico) pasando por ropa, zapatos, oro, plata, tapices, alimentos, especias, electrodomésticos, efectos religiosos, relojes, en fin, casi cualquier cosa necesaria o imaginable.

Allá íbamos los cubanos a conseguir la pacotilla (cosas que llevábamos para la familia) y las compras siempre pasaban por un larguísimo proceso de “macharracheo”, cubanización de la palabra “masharrasha” que en amhárico significa regatear. En el tira y afloja de los precios pasábamos largas horas del periplo por el Mercato que nos servían para aprender el difícil arte de los negocios además de la psicología y cultura de ese pueblo.

Entendernos con los comerciantes etíopes no era tan difícil como se pudiera suponer, los números son los mismos en todo el mundo y un lenguaje mezcla de español, ingles, italiano, amhárico y árabe nos permitía enterarnos de las novedades en venta y hasta de los chismes de la comunidad; cuando ocurría alguna dificultad siempre por los alrededores se encontraba Lazarito, un muchacho etíope que había pasado años trabajando con los cubanos razón por la cual dominaba nuestra lengua con extraordinaria soltura y resultaba ser un inmejorable traductor; se autodefinía como “un jodedor” pero en realidad era un tipo alegre, simpático y servicial; fue él quien me indico la ultima sensación del “Mercato”: “sardinas en botella” directamente importadas de Cuba.

-No puede ser, sencillamente no puede ser, le dije al recibir la noticia. Cuba nunca ha sido productora de sardinas y por otra parte resultaba absurdo que estos peces fueran envasados en tales recipientes. Algo muy raro había en este asunto y la natural curiosidad me impulso a averiguar mas.

-Pues sí, me respondió. Si quieres te llevo a donde las venden.

Asentí y comenzamos el recorrido por los sitios del Mercato donde vendían productos cubanos; abundaban los cigarros Populares, muy comunes en los comercios, botellas de ron, tinta y betún para zapatos, azúcar, latas de leche condensada sin etiquetas, caramelos de dudosa reputación, galletas y hasta botas rusas recicladas, mercancías que negociaban nuestros soldados que cumplían misión en el país. Siempre cortos de dinero los reclutas se llevaban de sus unidades cualquier cosa que resultara vendible y con el dinero obtenido se dedicaban al “pacotilleo”.

Preguntamos por las famosas botellas en varios sitios pero estas no aparecían, ocurría que tenían una alta demanda (el pescado en Etiopia resultaba un lujo) y al precio que las daban los cubanos los negociantes rápidamente las revendían, me explicaba mi improvisado guía, mientras yo, luego de haber visto los caramelos reflexionaba acerca de la reputación de las sardinas.

-No te preocupes que la gente tuya viene hoy a vender, me dijo Lazarito y efectivamente minutos más tarde aparecieron tres ilustres compatriotas mitad negociantes mitad soldados, uno blanco, alto, holguinero y dos negritos uno matancero y el otro de La Habana, todos con pesadas jabas en mano.

Los salude y no pudieron disimular su recelo, pensaban que se les había echado a perder el negocio del día pero un par de cervezas (pagadas por mí) y el asegurarles que era medico y nada tenía que ver con los militares les alejó los temores y aflojo la lengua.

-Mira docto- me ilustró el habanero con el hablar típico de los aseres del Cerro-el problema es que antes nos daban las latas cerradas, como ración de combate, entonces veníamos y vaya, las vendíamos fácil, pero los jefes se enteraron del negocio y entonces dieron la orden de entregarnos las latas abiertas, pensamos que se nos había acabado el bisne pero como esto nos dejaba plata y ya teníamos los puntos pues acá al consorte –señalando al holguinero-se le ocurrió meter las sardinas en una botella, taparlas con un corcho, sellarlas con cera de velas y ponerles una etiqueta, y así seguimos el bisneo; las que más gustan son las que vienen en aceite así que también se lo echamos y vaya, se siguen vendiendo, siempre nos buscamos algo en esto….

– Hasta ahí está bien, pero ¿cómo se las arreglan para meter las sardinas en una botella?

-Con pinzas de cirujano broder, -respondió en esta oportunidad el de Matanzas- las presta el enfermero del batallón y a él también lo llevamos en el negocio pero c…no se te ocurra decírselo a nadie que nos parten en dos, tu sabes cómo es la cosa…..,

Dos etíopes que estaban sobre la pista de las sardinas se nos acercaron, hicieron un aparte con los muchachos y en medio de las trascendentales luchas por el socialismo en ambos pueblos se impuso la economía de mercado: botellas para allá y dinero para acá media hora más tarde el negocio estaba cerrado: los africanos con su mercancía y los cubanos, contentos, con unos centenares de birr (la moneda local) en el bolsillo. Lazarito, cuya traducción fue de utilidad, también agarro su parte.

Nos despedimos, luego de un tradicional café ofrecido por los compradores, con un apretón de manos y una sonrisa cómplice. A mi retirada del Mercato ya la mercancía estaba en exhibición en una modesta tienda donde el mercader, en la lengua nativa pregonaba: ¡Sardinas en botella! ¡Sardinas en botella!, en la parte inferior del recipiente una tosca etiqueta hecha a mano decía MADE IN CUBA.

© Dr. Antonio Llaca.

Addis Ababa, Etiopia/1985

El Tigre. Edo. Anzoátegui, Venezuela/2008

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