Análisis Latino: Fidel Castro teme a Oswaldo Payá. Por Joaquim Ibarz

Por primera vez, Fidel Castro está a la defensiva. Quien con habilidad ha sabido dominar magistralmente durante 44 años el escenario internacional, ha perdido la iniciativa y se ha atrincherado en la isla. Ya no le quedan amigos en el exterior, prácticamente todos le dan la espalda

Por Joaquim Ibarz

Análisis Latino: Fidel Castro teme a Oswaldo Payá

13 de agosto de 2003

Por primera vez, Fidel Castro está a la defensiva. Quien con habilidad ha sabido dominar magistralmente durante 44 años el escenario internacional, ha perdido la iniciativa y se ha atrincherado en la isla. Ya no le quedan amigos en el exterior, prácticamente todos le dan la espalda, lo critican o le muestran indiferencia. Incluso los autores e intelectuales que hasta ahora se alineaban disciplinadamente con el Gobierno de Cuba, han rechazado públicamente las últimas medidas contra la disidencia interna.

En un inútil intento por atraer a viejos amigos, los dirigentes del régimen de La Habana, algunos intelectuales orgánicos del sistema y el propio Castro, intentaron justificar los fusilamientos de tres secuestradores y la represión contra periodistas independientes y promotores de la democracia. Pero el alud de críticas a nivel internacional -incluidos conocidos autores de la izquierda, como Eduardo Galeano, Noam Chomsky, Ariel Dorfman, Edward Said y Howard Zinn, además de José Saramago, que fue el primero en deslindarse- ha puesto a Castro en una situación muy incómoda en este terreno, algo desconocido para él. Las críticas de los intelectuales y de las principales organizaciones internacionales de derechos humanos –Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Pax Christi, Sociedad Interamericana de Prensa- han forzado a La Habana a enrrocarse en una posición defensiva.
De hecho, hace tiempo que Castro no lleva la iniciativa política. Empezó a adoptar una línea de contraataque cuando un hombre honesto, sencillo, a quien nadie prestaba mayor atención, usando las vías legales del régimen, inició una recogida de firmas pidiendo la democratización de Cuba. Oswaldo Payá, un dirigente tan humilde que se desplaza por La Habana en bicicleta y que en su casa no tiene ni teléfono, sorprendió al Gobierno al reunir 11.020 firmas que posibilitaron presentar el Proyecto Varela, tal como denominó en honor al presbítero independentista Félix Varela la iniciativa de pedir un referéndum para que el pueblo cubano pudiera pronunciarse sobre distintas opciones políticas. Payá

cumplió su promesa de que nunca abandonaría Cuba ni su fe católica, que formuló en 1969 ante otros condenados en un campo de trabajos forzados en isla de Pinos.

Hasta la ola represiva del pasado marzo, los opositores cubanos se movían en un raro estatus de ilegalidad tolerada. Nunca habían podido tener mayor influencia en el país porque el aparato represivo marcaba los límites en que podía moverse la vigilada disidencia. Payá rompió todos los esquemas al pedir, dentro del marco legal vigente, que se sometieran a consulta pública pilares básicos del régimen, con el objetivo de iniciar una apertura democrática que limitara el control del Estado.

Con esta iniciativa, se pretendía enfrentar al régimen con su propio ordenamiento jurídico, ya que la Constitución contemplaba abiertamente la celebración de un referéndum a petición popular.
Castro vio de inmediato el riesgo que representaba el Proyecto Varela y sobre todo el personaje que lo propugnaba. Payá constituía un dirigente especialmente peligroso, a quien no podían desprestigiar por no tener vínculos con Washington ni con el exilio radical de Miami.
Amenazador también porque no propone una ruptura sino una reforma gradualista dentro de la propia Constitución. El Proyecto Varela fue una seria señal de alarma, al mostrar que existía una tendencia de crecimiento de la oposición política, que ya se estaba organizando al margen del Estado, con la red de bibliotecas independientes, incipientes grupos sindicales, asociaciones profesionales, organizaciones campesinas, periodistas. Todos ellos ajenos al sistema. Esta oposición larvada, que encontraban buen caldo de cultivo en el descontento por la mala situación económica y por falta de futuro para los jóvenes, empezaba a rebasar la posibilidad de control por parte de la policía política.

En un gesto sin precedentes, en su visita a La Habana en mayo del 2002, el ex presidente estadounidense Jimmy Carter promovió a través de la radio y televisión cubana, bajo control estatal, el Proyecto Varela. Esta difusión contribuyó a que se convirtiera en la alternativa al régimen más viable y medianamente estructurada. Las palabras de Carter fueron elogiadas por congresistas estadounidenses, la disidencia en la

isla las aplaudió, los exiliados de Miami reaccionaron divididos, Castro guardó silencio; prefirió esperar el momento oportuno para actuar.

Que 11.020 personas, desafiando presiones y amenazas, pusieran su firma al pie de un documento que pedía que el cubano pueda decidir su modelo político tuvo enorme importancia. Tanta que Castro tocó a rebato para frenar el paso a aquel virus que no sabía cómo combatir.

Cuarenta y tres años después de entrar en La Habana, joven, guerrillero y triunfal, Fidel Castro volvía a poner en pie de guerra a los cubanos, ahora para reforzar el blindaje legal del régimen con vistas al futuro. Inició el contraataque en un discurso pronunciado bajo un fuerte aguacero ante más de medio millón de personas. «Desafiemos la lluvia», dijo. Era el anticipo de un huracán político que en la primavera del 2002 recorrería el país durante más de 30 días.

El insignificante Payá obligó al régimen a movilizar a millones de personas y a cambiar la Constitución. En respuesta al Proyecto Varela (al que nunca se citó), las «organizaciones de masas», todas encuadradas en el Partido Comunista, propusieron una reforma constitucional para establecer en la Carta Magna que el régimen socialista es irreversible. Para apoyar las modificaciones, Castro movilizó en un mismo día, en plazas, calles y poblados de todo el país, a más de nueve millones de cubanos; después, en unas 72 horas, el 99,37 por ciento del electorado nacional -según cifras oficiales- firmó la solicitud del cambio constitucional. «Es un nuevo circo que monta el gobierno para tratar de perpetuarse en el poder», dijo en aquel entonces Vladimiro Roca, un disidente hijo de un reconocido dirigente comunista, recién liberado tras cumplir varios años de cárcel por firmar un manifiesto pidiendo democracia.

Cuba se paralizó durante tres días, del 24 al 26 de junio del 2002. La Asamblea Nacional iba a inscribir en la Constitución lo que se denominó como «la respuesta a Bush»: la irreversibilidad del régimen comunista. El acto fue transmitido por televisión; para que nadie se perdiera los discursos se decretaron en toda la isla esas insólitas vacaciones de tres días. Comenzaba una campaña hacia adentro y fuera del país, con Bush como objetivo visible, pero sobre todo dirigidas contra el Proyecto Varela y otras iniciativas de la disidencia, aunque jamás fueran nombradas.
Diez meses después, Fidel Castro de nuevo se puso a la defensiva al desatar la ola de represión más dura de las últimas décadas. A pesar de sus esfuerzos para contrarrestarlo,

consideró que el Proyecto Varela, unido a otras muestras de disconformidad, seguía representando una potencial amenaza de dimensiones notables, por lo que decidió optar por medidas más drásticas: 75 periodistas, disidentes y promotores del Proyecto Varela fueron condenados a largas penas; tres personas que secuestraron un lanchón fueron ejecutadas tras un juicio sumario. El escritor Heinz Dieterich Steffan, que aunque criticó los fusilamientos cerró filas con el castrismo, dice que las penas de muerte y el encarcelamiento de «la quinta columna» de periodistas independientes tenían un claro objetivo: «arrebatarle al enemigo la iniciativa estratégica y pelear la guerra en los términos de Cuba, no en los del agresor».

En efecto, como Castro no podía admitir que encarcelaba a disidentes y fusilaba a secuestradores por temor o por una difusa inquietud, se dijo que las medidas eran necesarias para impedir una invasión norteamericana. En el clima enrarecido que prevalece tras la invasión de Iraq, nadie puede descartar que los halcones de Washington consideren alguna acción punitiva hacia el régimen cubano que vaya más allá de incrementar el embargo y prohibir el envío de remesas. Sin embargo, no se ve qué relación pueda existir entre los periodistas independientes y los promotores de la democracia condenados con una hipotética amenaza militar por parte de Washington.

Por el mero hecho de declararse independiente, el periodista es acusado de realizar actividades subversivas que ponen en riesgo la soberanía y la integridad territorial de Cuba. Escribir para un diario extranjero es calificado de labor mercenaria.

«Mercenarios que traicionan a su patria», los llama Castro. Al registrar el domicilio del poeta Raúl Rivero no se encontraron armas ni explosivos, no se hallaron manuales de contraguerrilla ni mapas de planes subversivos; en el sumario del fiscal se reconoce que tan solo se localizó una grabadora, recortes de periódicos y una máquina de escribir. Para el Gobierno, el ejercicio de la libertad de expresión es «actividad contrarrevolucionaria» y el escritor se convierte en lacayo al servicio de Estados Unidos. Todo el que se opone al jefe supremo, ya sea con un escrito periodístico, es traidor a la nación, a la revolución y a la liberación del género humano. Y se recalca que Cuba vive en un estado de guerra perpetua contra Estados Unidos, en el que sólo hay dos bandos: el de los amigos y el de los cómplices y traidores. Se reclama lealtad absoluta y solidaridad acrítica en la guerra simbólica contra el «imperialismo yanqui». Con este planteamiento, cualquier ciudadano con aspiraciones de democracia debe ser forzosamente un enemigo, un traidor. De ahí las condenas.

El escritor cubano Rafael Rojas dice que, a pesar de sostener constitucionalmente que el marxismo-leninismo es su ideología oficial, el gobierno de Castro no acepta esta dialéctica. «Si la Habana pudiera impartir cabalmente su ‘justicia revolucionaria’ en todo el mundo, hoy José Saramago y Günter Grass, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, Juan Goytisolo y Carlos Monsiváis estarían presos», señala Rojas.

Las condenas había que aplicarlas no bajo criterios de justicia sino por la necesidad de enviar un mensaje contundente. Se quería dejar claro que no se va a tolerar la menor disidencia.

Homero Aridjis, presidente del Pen Club Internacional, señala que la oleada de represión en Cuba revela «un profundo miedo a la democracia» por parte del régimen, miedo a que los tímidos grupos opositores se conviertan en un movimiento que pueda perturbar los últimos años de Fidel Castro en el poder.

Oswaldo Payá asegura que «más del 50 por ciento» de los 75 encarcelados son «activistas de base» del Proyecto Varela y que las condenas «reflejan el temor» a otra opción política que «está siendo asumida por los cubanos». Diplomáticos latinoamericanos destacados en La Habana, que no descartan esta interpretación del líder del Movimiento Cristiano de Liberación, dicen que «se quiso dar, hacia dentro y hacia fuera, una demostración de fuerza para disuadir a potenciales adversarios». Los 75 disidentes condenados no representaban mayor peligro para el régimen porque la incipiente oposición, además de estar infiltrada hasta el tuétano, actúa en forma individual y sigue muy dividida. Pero sí podía serlo un movimiento capilar y ciudadano como el Proyecto Varela que, por su carácter de base, consiguió traspasar los mecanismos de control del régimen. La intervención de Carter en la Universidad de La Habana hizo de caja de resonancia en el interior y cuando el Parlamente europeo concedió a Payá el Premio Sajarov, le otorgaba también una especie de salvoconducto que, al menos hasta ahora, ha frenado su detención. Payá goza de cierta libertad de movimientos porque, en caso de ser encarcelado, lo que nadie descarta, se multiplicarían las firmes opciones que ya tiene para ganar el Nobel de la Paz.

Aunque se insiste en que el régimen cubano aprovechó la guerra de Iraq para que la represión pasara desapercibida en el exterior, no parece que un hombre tan astuto y con tanta visión política como Fidel Castro dejara de prever las críticas que, a buen seguro, se iban a desencadenar. Del presidente cubano se ha dicho que es orgulloso, maquiavélico, calculador, pero nadie ha insinuado que sea estúpido. Al revés, todos le reconocen gran inteligencia y notable olfato político. Puede que la condena mundial no le haya sorprendido tanto. Castro observa, calcula, planea. Estudia ventajas y perjuicios, y procede. Una vez más, refrendó cuáles son sus prioridades: mantener el control a toda costa, afianzar el poder ante cualquier señal de alarma, aún por encima del repudio internacional. Intelectuales que siempre habían cerrado filas con el régimen criticaron no sólo los encarcelamientos y las ejecuciones, sino la médula totalitaria del sistema cubano.

El endurecimiento del castrismo se produce cuando el exilio de Miami da muestras de cierta moderación y cuando en Estados Unidos existía un creciente grupo de presión a favor de intensificar el ablandamiento de un embargo comercial que, en los últimos años, había permitido la compra, pagando al contado, de alimentos a granjeros norteamericanos. En ese contexto, un lobby pro relaciones normales entre Estados Unidos y Cuba, que había ganado fuerza en el Congreso de Washington en los últimos años, hablaba de la posibilidad «real» de lograr que los estadounidenses pudieran hacer turismo libre en la isla, lo que implicaría una considerable inyección económica a las mermadas arcas locales. Se había convocado a una reunión en La Habana entre el gobierno y representantes de la emigración y del exilio, que al menos para los cubanos radicados en el exterior podía implicar hasta la autorización a que empresarios de esa comunidad invirtieran en la isla como hacen canadienses, españoles e italianos. Y del lado de la Unión Europea, el Comisario de Desarrollo y Ayuda Humanitaria, Poul Nelson, había recomendado aceptar a Cuba en el acuerdo integracionista de Cotonú y debatir después «los problemas de derechos humanos» en el país.

Según las últimas encuestas, una mayoría del exilio cubano en La Florida está a favor de negociar con el régimen. La propia Fundación Cubano Americana -conocida por su radicalismo- pide al presidente Bush que no aumente las sanciones contra la isla.

Hasta fecha reciente, La Habana recibía con frecuencia delegaciones estadounidenses deseosas de ampliar los intercambios; cada año, más de 100.000 estadounidenses recibían permiso de estudios para visitar la isla.

Castro rompe con el mundo exterior cuando había más elementos para mejorar las relaciones con Estados Unidos y Europa. Algo parecido ocurrió en 1996, cuando ordenó derribar las avionetas de Hermanos al Rescate después de suscribir con el gobierno de Bill Clinton acuerdos sobre drogas y emigración que dejaban la puerta entreabierta para nuevas concesiones. Aquel incidente, que costó la muerte de cuatro personas, motivó la aprobación de la ley Helms-Burton, fortaleciendo el embargo y tirando por la borda el esfuerzo de acercamiento entre los dos países. Pocos dudan de que Castro sabía que el derribo de las avionetas traería esas consecuencias.
Son muchos los testimonios de que el presidente cubano recela y sospecha de cualquier viento fresco que llegue del exterior. El mismo confesó que tiene presente lo que le ocurrió a Mijail Gorbachov, que perdió el poder con la perestroika y la glasnost; según Castro, los cambios y la apertura provocaron el derrumbe de la URSS. En la película documental «Comandante», de Oliver Stone, Castro dice que Gorbachov es «el hombre que destruyó su país». La Nicaragua sandinista también es punto de referencia. Castro aún le recrimina a Daniel Ortega que en 1990 aceptara celebrar elecciones democráticas que lo sacarían del poder. Si nos remontamos a épocas más lejanas, en 1980, el presidente Jimmy Carter abrió la sección de intereses, que funcionan como embajadas en La Habana y Washington. La respuesta a esta señal de apertura fue el éxodo del Mariel, con 125.000 refugiados que llegaron a las costas de Florida.

Hace tiempo que Oswaldo Payá, Elizardo Sánchez (presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional) y otros conocidos disidentes señalan que Castro es el más beneficiado del embargo porque le da pie para la represión, le permite justificar el fracaso de una economía que sufre el peor momento desde que comenzó su recuperación en 1995) y le facilita aglutinar a la población. Voces que hasta fecha reciente apoyaron al castrismo, señalan que no se puede guardar silencio bajo razones de alineamientos estratégicos, ese desgraciado «estás con Cuba o estás contra ella».

Joaquim Ibarz es corresponsal para México y América Latina del periódico La Vanguardia de Barcelona.

Este artículo se reproduce con el permiso de Foreign Affairs en español www.foreignaffairs-esp.org

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Joaquim Ibarz es corresponsal para México y América Latina del periódico La Vanguardia de Barcelona.

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